Queremos que nuestro corazón viva alegre y feliz. No “divertido”, que es totalmente distinto. La diversión es algo exterior, estrepitoso, fugaz… En cambio, la alegría mana dentro, callada, con raíces profundas… Es la hermana de la seriedad; donde está una, se halla también la otra.
Existe una alegría sobre la que no se tiene ningún dominio. Me refiero a esa que irrumpe sobre uno, poderosa y profunda, de la cual dice la Sagrada Escritura que es “como un torrente”; o esa riente felicidad que todo lo transforma, todo lo baña de luz. Esta alegría viene y se va a su antojo. Nuestra actitud para con ella tiene que ceñirse a recibirla cuando viene y a resignarnos cuando se va.
Existe también la alegría que surge de la seguridad de una vida joven, y esa otra insólita que brilla en hombres egregios, y fosforeciendo en la diafanidad de su ser… Pero tampoco sobre esta especie podemos ejercer ningún dominio. Se da o no se da independientemente de nosotros. No está ciertamente en nuestras manos el conservarla o el perderla. Aquí vamos a tratar de una alegría a la que podemos dar cauce. De una alegría que todos podemos poseer, y en seguida, séase de la índole que se quiera. Alegría independiente en absoluto de las horas felices o amargas, de los días de vigor o abrumados de fatiga.
Pensemos, pues, ya en el modo de hacerle camino. Por de pronto no procede del dinero, de una vida cómoda, de la gloria… aun cuando todo esto pueda influir sobre ella. Sus raíces están en cosas más nobles: un recio trabajo, una palabra bondadosa que se ha oído o que uno mismo ha dicho, el combate esforzado contra ciertos defecto o el logro de una visión clara en una cuestión difícil.
Mas todavía no es esto la auténtica fuente de la alegría. Esta fuente se halla más honda aún, en el corazón mismo, en su interior más profundo. Allí mora Dios, y Dios mismo es la fuente de la verdadera alegría. Esa alegría que interiormente nos ensancha y torna resplandecientes; que nos hace ricos y fuertes, independientes de todos los acontecimientos de fuera. Cuanto nos acaezca en una dimensión exterior no puede dañarnos, si estamos saltando de gozo por dentro. El que está alegre guarda, respecto a todas las cosas, la relación debida. Lo que es bello lo percibe en su verdadero resplandor. Lo duro y difícil lo recibe como prueba de su fortaleza; se enfrenta a ello con valentía y lo supera. Puede dar pródigamente a los demás sin emprobrecerse nunca. Sin embargo, tiene también un corazón grande para poder recibir en la debida forma.
Pero si la alegría viene de Dios y Dios habita en nuestro corazón, ¿Por qué no la sentimos? ¿Por qué estamos tantas veces de mal humor, tristes y oprimidos? Sencillamente porque la fuente de dónde mana está enterrada.
¿Cómo, pues, se abre cauce a la alegría? ¿Cómo hacer que irrumpa en el alma? Esta es la cuestión.
Es necesario unir nuestro centro más íntimo con Dios. Para ello hay muchos medios. Se puede fomentar el ansia de intimar con Dios en el fondo del alma; tornarse frecuentemente a Él y luego quedarse allí a solas en el silencio interior. Quizá tu mismo sepas aún otros caminos… Yo, por mi parte, quisiera proponerte el siguiente, que conduce eficacísimamente a Él.
Lo íntimo nuestro es como queramos nosotros. Siendo ya en el fondo unos con Dios, nos invadirá su alegría cuando sintamos la necesidad de esa unión. Tan pronto como nos dirigimos a Dios y le decimos sinceramente: “Señor, yo quiero lo que Tu quieras”, queda franco el camino a la alegría de Dios. Y si conseguimos tener siempre vivo este afán, y el fondo de nuestra voluntad claro y sincero, perennemente orientado hacia Dios, entonces habremos logrado el hábito de la alegría, pase lo que pase fuera.
Huelga advertir que este dirigirse hacia Dios implica algo íntimamente unido con la alegría: la espontaneidad. No puede ser forzado, ni inquieto o desconfiado. Tiene que ser libre y animoso. Hemos de decir llenos de gozosa confianza: “Dios fuerte, lo que Tú quieras, eso quiero yo”. He aquí el modo de unir íntimamente nuestra voluntad con la de Dios.
Y, ¿en dónde hemos de hallar el querer divino? Para es no precisamos largas consideraciones y grandes planes. Lo encontraremos en lo más ordinario: en el momento presente. Habrá que enfrentarse, a veces, con grandes decisiones y trazar proyectos de altos vuelos… No importa, “el momento presente”, como lema, vale igual.
Podemos, pues, insistir: lo que es necesario ahora, lo que es mi obligación, eso es la voluntad de Dios. Si hacemos eso en cada momento, Dios nos llevará de una acción a otra. Porque cada momento con su obligación es un mensajero de Dios. Si lo escuchamos, nos disponemos para comprender y cumplir con exactitud el próximo mensaje. He ahí el modo de realizar paso a paso la tarea de nuestra vida.
(…)
Bien pronto sentiremos nuestra alma inundada de alegría.
(…)
“¿Esto tengo que hacer yo ahora? Si, Señor, gustoso! La última palabrita es la decisiva. De ella depende todo. No a disgusto; no porque no hay más remedio; no ineficaz y lánguidamente, sino ¡con gusto!
(…) Esta decisión generosa tiene que penetrar cada vez más profundamente en el alma. (…) “Señor, yo quiero.” Al momento te sentirás alegre. Así hizo nuestro Señor. “¡Yo hago siempre la voluntad de mi Padre!” Y luego, manos a la obra: trabajo, obligaciones, un juego, una renuncia… ¡lo que sea!
(…) Mas también tenemos un cuerpo que no nos es lícito olvidar. Cuando el hombre está abatido, ¿qué va a hacer el cuerpo? Se derrumba con él. En cambio, cuando el hombre está alegre, el cuerpo se pone también enhiesto. Esta es la alegría del cuerpo: una postura erguida.
Otro ejercicio, pues, ha de ser este: mantener nuestro cuerpo erguido. La cabeza elevada, la frente abierta a la luz, los hombros hacia atrás; al andar, mover con libre naturalidad los pies y no apoyarse sin necesidad al estar sentado.
(…) Y luego, limpieza en el alma. Cuando se entra en un cuarto sucio, maloliente, sin ventilar, se abren las puertas y ventanas; que circule el aire y lo invada la luz., Luego se toma la escoba, y se barre. ¡Fuera con todos los trastos grises de polvo; fuera, fuera!
(…)
Por fin, para concluir, una última indicación: por la noche, al acostarnos, digámonos tranquilos y confiados: “Mañana viviré alegre”. Imaginémonos a nosotros mismos caminar alegres, erguidos a lo largo del día; trabajar, jugar, tratar con la gente con el alma henchida de gozo. “¡Así seré yo mañana todo el día!” Digámonos esto varias veces. Es éste un pensamiento creador, que actuará toda la noche en el alma, bajito, pero firme (…) al despertar está todo mucho más blanco… Entonces repitamos lo mismo: “Hoy viviré todo el día alegre”. Todo el día contigo, Señor, y siempre alegre. (…).
Existe una alegría sobre la que no se tiene ningún dominio. Me refiero a esa que irrumpe sobre uno, poderosa y profunda, de la cual dice la Sagrada Escritura que es “como un torrente”; o esa riente felicidad que todo lo transforma, todo lo baña de luz. Esta alegría viene y se va a su antojo. Nuestra actitud para con ella tiene que ceñirse a recibirla cuando viene y a resignarnos cuando se va.
Existe también la alegría que surge de la seguridad de una vida joven, y esa otra insólita que brilla en hombres egregios, y fosforeciendo en la diafanidad de su ser… Pero tampoco sobre esta especie podemos ejercer ningún dominio. Se da o no se da independientemente de nosotros. No está ciertamente en nuestras manos el conservarla o el perderla. Aquí vamos a tratar de una alegría a la que podemos dar cauce. De una alegría que todos podemos poseer, y en seguida, séase de la índole que se quiera. Alegría independiente en absoluto de las horas felices o amargas, de los días de vigor o abrumados de fatiga.
Pensemos, pues, ya en el modo de hacerle camino. Por de pronto no procede del dinero, de una vida cómoda, de la gloria… aun cuando todo esto pueda influir sobre ella. Sus raíces están en cosas más nobles: un recio trabajo, una palabra bondadosa que se ha oído o que uno mismo ha dicho, el combate esforzado contra ciertos defecto o el logro de una visión clara en una cuestión difícil.
Mas todavía no es esto la auténtica fuente de la alegría. Esta fuente se halla más honda aún, en el corazón mismo, en su interior más profundo. Allí mora Dios, y Dios mismo es la fuente de la verdadera alegría. Esa alegría que interiormente nos ensancha y torna resplandecientes; que nos hace ricos y fuertes, independientes de todos los acontecimientos de fuera. Cuanto nos acaezca en una dimensión exterior no puede dañarnos, si estamos saltando de gozo por dentro. El que está alegre guarda, respecto a todas las cosas, la relación debida. Lo que es bello lo percibe en su verdadero resplandor. Lo duro y difícil lo recibe como prueba de su fortaleza; se enfrenta a ello con valentía y lo supera. Puede dar pródigamente a los demás sin emprobrecerse nunca. Sin embargo, tiene también un corazón grande para poder recibir en la debida forma.
Pero si la alegría viene de Dios y Dios habita en nuestro corazón, ¿Por qué no la sentimos? ¿Por qué estamos tantas veces de mal humor, tristes y oprimidos? Sencillamente porque la fuente de dónde mana está enterrada.
¿Cómo, pues, se abre cauce a la alegría? ¿Cómo hacer que irrumpa en el alma? Esta es la cuestión.
Es necesario unir nuestro centro más íntimo con Dios. Para ello hay muchos medios. Se puede fomentar el ansia de intimar con Dios en el fondo del alma; tornarse frecuentemente a Él y luego quedarse allí a solas en el silencio interior. Quizá tu mismo sepas aún otros caminos… Yo, por mi parte, quisiera proponerte el siguiente, que conduce eficacísimamente a Él.
Lo íntimo nuestro es como queramos nosotros. Siendo ya en el fondo unos con Dios, nos invadirá su alegría cuando sintamos la necesidad de esa unión. Tan pronto como nos dirigimos a Dios y le decimos sinceramente: “Señor, yo quiero lo que Tu quieras”, queda franco el camino a la alegría de Dios. Y si conseguimos tener siempre vivo este afán, y el fondo de nuestra voluntad claro y sincero, perennemente orientado hacia Dios, entonces habremos logrado el hábito de la alegría, pase lo que pase fuera.
Huelga advertir que este dirigirse hacia Dios implica algo íntimamente unido con la alegría: la espontaneidad. No puede ser forzado, ni inquieto o desconfiado. Tiene que ser libre y animoso. Hemos de decir llenos de gozosa confianza: “Dios fuerte, lo que Tú quieras, eso quiero yo”. He aquí el modo de unir íntimamente nuestra voluntad con la de Dios.
Y, ¿en dónde hemos de hallar el querer divino? Para es no precisamos largas consideraciones y grandes planes. Lo encontraremos en lo más ordinario: en el momento presente. Habrá que enfrentarse, a veces, con grandes decisiones y trazar proyectos de altos vuelos… No importa, “el momento presente”, como lema, vale igual.
Podemos, pues, insistir: lo que es necesario ahora, lo que es mi obligación, eso es la voluntad de Dios. Si hacemos eso en cada momento, Dios nos llevará de una acción a otra. Porque cada momento con su obligación es un mensajero de Dios. Si lo escuchamos, nos disponemos para comprender y cumplir con exactitud el próximo mensaje. He ahí el modo de realizar paso a paso la tarea de nuestra vida.
(…)
Bien pronto sentiremos nuestra alma inundada de alegría.
(…)
“¿Esto tengo que hacer yo ahora? Si, Señor, gustoso! La última palabrita es la decisiva. De ella depende todo. No a disgusto; no porque no hay más remedio; no ineficaz y lánguidamente, sino ¡con gusto!
(…) Esta decisión generosa tiene que penetrar cada vez más profundamente en el alma. (…) “Señor, yo quiero.” Al momento te sentirás alegre. Así hizo nuestro Señor. “¡Yo hago siempre la voluntad de mi Padre!” Y luego, manos a la obra: trabajo, obligaciones, un juego, una renuncia… ¡lo que sea!
(…) Mas también tenemos un cuerpo que no nos es lícito olvidar. Cuando el hombre está abatido, ¿qué va a hacer el cuerpo? Se derrumba con él. En cambio, cuando el hombre está alegre, el cuerpo se pone también enhiesto. Esta es la alegría del cuerpo: una postura erguida.
Otro ejercicio, pues, ha de ser este: mantener nuestro cuerpo erguido. La cabeza elevada, la frente abierta a la luz, los hombros hacia atrás; al andar, mover con libre naturalidad los pies y no apoyarse sin necesidad al estar sentado.
(…) Y luego, limpieza en el alma. Cuando se entra en un cuarto sucio, maloliente, sin ventilar, se abren las puertas y ventanas; que circule el aire y lo invada la luz., Luego se toma la escoba, y se barre. ¡Fuera con todos los trastos grises de polvo; fuera, fuera!
(…)
Por fin, para concluir, una última indicación: por la noche, al acostarnos, digámonos tranquilos y confiados: “Mañana viviré alegre”. Imaginémonos a nosotros mismos caminar alegres, erguidos a lo largo del día; trabajar, jugar, tratar con la gente con el alma henchida de gozo. “¡Así seré yo mañana todo el día!” Digámonos esto varias veces. Es éste un pensamiento creador, que actuará toda la noche en el alma, bajito, pero firme (…) al despertar está todo mucho más blanco… Entonces repitamos lo mismo: “Hoy viviré todo el día alegre”. Todo el día contigo, Señor, y siempre alegre. (…).
Texto: Romano Guardini, “Cartas sobre autoformación”, “Carta Primera Sobre la alegría del Corazón”; ed. Lumen, Bs. As, 1996, p. 5 y ss.
Imagen: A. Gaudí, Mosaic on the ceiling of the hypostyle room, Park Güell; fotografía en:usuer:godmaister, Wikipedia.org
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