Mi querida doña Andrea, le debo una página. A usted y al maestro Soto:los de la escuelita de barro y paja, allá donde terminaban las chacras y empezaba el monte. Le confieso la verdad: al principio le tenía miedo.
Su timbre de voz afilado y cortante me asustaba.
Para esta primavera, permítame que le cuente un cuento, hecho para usted, para cuando la nostalgia no la deje dormir.
Una vez había un arbolito de la familia de los frutales, los árboles de esta familia suelen ser muy pobrecitos durante sus primeros inviernos.
Aún sin fruta para el fin del verano, el otoño los desnuda de todas sus hojas, y quedan así que parecen secos. Tan pobres que ni siquiera pueden dar sombra, ni esconder un nido.
El arbolito del que le hablo, era de esta familia. Sus ramas se abrían hacia el cielo como una mano sin nada adentro, en signo de esperar algo que tendría que venir de arriba. Parecía que, como no tenía nada que ofrecer, tampoco nadie le daba nada. Algún que otro pájaro a veces detenía su vuelo, pero sólo por algunos momentos; y entonces el arbolito soñaba que entre sus dedos arrugados por el frío, tenía por fin una fruta de colores. Pero sabía bien que eso era sólo un sueño y que el pájaro abriría sus alas y que él quedaría de nuevo solo.
Pero una mañana alguien vino a visitarlo. (Usted ya no lo recuerda más. Era una de tantas para usted. Para mí fue la primera mañana). Una mañana de frío, de esas en que todos los hombres buscan leña para defenderse de la intemperie. Y el arbolito tuvo miedo. Miró con susto a su visitante que traía en su mano una podadera y un serrucho. Presintió que venía a cortarle parte de sus ramas.
Pensó que se trataba de un leñador. El sabía por los cuentos escuchados debajo del jacarandá, que los leñadores son hombres con miedo del invierno. Que roban a los árboles la leña para quemarla y así defenderse de los atropellos del frío. Y tuvo miedo. Creyó que se estaba cometiendo un error. Que al verlo así, tan sin hojas, el leñador lo había tomado por un árbol seco y que pensaba sacarle todas sus ramas para hacer con ellas fuego. Tuvo ganas de llorar. Pero no pudo. Aunque hubiera llorado, no se le habría entendido su lenguaje.
El arbolito descubrió en el visitante del serrucho una mirada buena, y guardó silencio cuando sintió que cantaba. Intuyó que quien canta no puede ser malo; y por eso se entregó en silencio para escuchar mejor lo que decía el canto.
La copla del jardinero era una copla sencilla. De esas que se repiten tarareando, como quien rumia algo despacio para encontrarle más gusto: "No tengas miedo a la poda cuando es verde tu madera, yo no busco lo que saco, me interesa lo que queda".
Y entonces el arbolito descubrió la diferencia que hay entre un leñador y un jardinero. Al leñador le interesa lo que saca del árbol, porque es un hombre con miedo al invierno y necesita defenderse de él quemando ramas secas. Mientras que el jardinero es un hombre con fe en la primavera. Le interesa lo que deja al árbol. Por eso lo poda con cariño para entregarlo en plenitud de vida a setiembre.
Al jardinero le interesan las ramas verdes.
Porque es un hombre con fe y esperanza.
Mamerto Menapace, osb, Editora Patria Grande, Buenos Aires, Argentina.
No sé però crec que sé... o I'm wrong? ayyyy!!
ResponderEliminarErase una vez un maestro y una jardinera...
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