Anhelamos en forma irrenunciable el sociego, el gozo, la alegría.
La vida puede ser serenidad y alegría cuando tiene sentido.
El sentido de las cosas sólo se descubre cuando se les presta atención, cuando se hace silencio.
Quien quiere el bien para otro que le ha sido confiado, debiera prepararlo, capacitarlo, entrenarlo para que tenga éxito: que sea capaz de alcanzar el sociego y el gozo que es su más potente anhelo. Eso que es resultado de una vida llena de sentido. Eso que se conquista a través de silencio.
La pantalla se ofrece a nosotros como sucedáneo, como prótesis. Como una respuesta errada a un anhelo legítimo. Se transforman las pantallas en una experiencia instantánea de dispersión sin fin; un vagar errante que nunca concluye, vagar hasta el agotamiento y hasta la inconciencia o el sueño (también se puede decir -metafórica y literalmente- "hasta perder el sentido").
Este modo de relacionarse con la pantalla es otra manifestación del consumismo.
Tratar con la realidad pero sin hacer contacto firme, real. Usar las cosas mientras causan curiosidad o placer. Luego, buscar inmediatamente otra que produzca la misma sensación.
Así educamos a los niños, según un patrón consumista.
Consumirán juguetes, consumirán productos. Consumirán personas y serán a su vez consumidos.
No descubren qué es lo original y propio de ellos. Menos descubren eso mismo en los demás. Díficil es que vivan un amor sólido, emocionante, de profunda intensidad, pues no se encuentran con lo original, lo propio de sí mismos, ni del otro.
Es el modo de vincularse con la realidad en la que los educamos: vagar hasta el cabo del mundo es una forma de estar siempre entre-tenido, no estar en ningún lado, siempre disperso, nunca en el centro -nunca acertado-
"Ante el rostro del sensato está la sabiduría, pero los ojos del necio vagan hasta el cabo del mundo"
Proverbios 17,24.