martes, 27 de octubre de 2009

El Rey Humilde



Al rey Oscar lo revienta
quien lo adule o quien lo halague,
(La Nación de ayer lo cuenta,
“Crónica de Copenhague").


Fue a visitar un colegio
de niñas, Oscar Augusto,
llenas ante el fausto regio
de curiosidad y susto.

Y echando agujas y ruecas
con infantil reverencia,
se alzaron todas las suecas
ante la real presencia.

(El frío hacía arabescos
con la nieve en los cristales,
y amorataba las frescas
narices angelicales

de las niñas, y un sombrío
viento sollozaba fuera…
En Suecia hace mucho frío
hasta en plena primavera.)

Bien. Alzáronse las suecas,
y haciendo, de un gesto urbano,
sentar a aquellas muñecas
les preguntó el soberano:

“-¿De los héroes que han la gloria,
cuál ha sido, o bien cuál es
el más grande de la historia
de este pueblo finlandés?”.

“-¡Gustavo Adolfo!” contesta
una, “¡Carlos Doce!” o bien
“¡Ulrica Leonor!” dice esta.
Y entonces se oye entre cien

decir a una voz distinta
y muy clara, como quien
lo sabe de buena tinta:
“-Y Oscar Segundo también”.

Al ver la mentira enorme
que aquella boca deslíe
el rey de gran uniforme
se sonríe.

"-Menester es que conteste
a la que tanto me aprecia;
en mis títulos hay este:
Primer Preceptor de Suecia".

(La maestra las razones
le habrá dictado antes
-pensó-. ¡Las adulaciones
cómo me son repugnantes!).

Y dijo: "La que esto opina
hágame el bien de pasar".
Alzóse una chiquilina
como un pimpollo de azahar.

Y al adelantarse luego
arrastrando los chapines
se hicieron rosas de fuego
de su rostro los jazmines.

Y el rey preguntó a la grave
doctorilla de la ley:
"-Usted, ¿que gran hecho sabe
del reinado de ese rey?".

La pequeña no sabía...
su pa-pá so-lía hablar
y en el dia-río salí-a...
La pobre se hechó a llorar.

Levantando los brazitos
a la faz toda encarnada
empezó a hacer pucheritos
como una desesperada...

Mas el rey, dándole un beso,
dijo entonces, oportuno:
"No llores, nena, por eso:
yo tampoco se ninguno".

Leonardo Castellani, Camperas, Ed. Vórtice, 2003, Buenos Aires.
Foto: Margaritas

viernes, 16 de octubre de 2009

La decadencia


En un lugar sin firmeza,
En un lugar sin concordia,
Corrupción, con fiereza
Instaló su colonia.

Del Averno los males convoca al instante
Y listo aparece el desfile enfermante:
El paso lo marca Soberbia envidioso;
Egoísmo le sigue enojado y nervioso.

Ese honor se atribuyen por ser los primeros,
Pero Violencia e Injusticia tampoco son nuevos.
Por miles reivindica su número el Crimen;
Antiguo linaje Traición y Odio exhiben.

Sin mérito o vergüenza, Cobardía alardea.
Mientras Mentira, impúdica, desnuda pasea.
Ignorancia, por amigo, una cátedra recibe
Y a Idiotez, pronto, como ayudante adscribe.

El infernal desfile produce al instante
Indignación y rechazo en cada pensante.
Sin embargo sus voces son pronto acalladas;
Las almas de los buenos parecen sepultadas.

Pesimismo a los justos los brazos ata;
Depresión les invada y de a poco, mata.
Poco le falta al designio infernal:
Si cae Esperanza ya es el final.

(Continuará… O de otro modo dicho, no quedarán así las cosas).


El Portero. “De quejas y otras cuestiones del estilo”, Montevideo, 2007.
La imagen: Picasso, Hombre con Sombrero de paja y helado.

jueves, 15 de octubre de 2009

Las Cosas Pequeñas


Celebro la grandeza de las cosas pequeñas;
de las cosas triviales, sencillas, hogareñas.

Quisiera que este verso fuera un canto de gesta
que exalte las hazañas de la gente modesta.

Quisiera que este verso fuera un himno discreto
que exalte al hombre medio, responsable y concreto.

Quisiera que este verso resulte una balada
que exalte al hombre honrado y a la mujer honrada.

Celebro la batalla de apariencia anodina
que se libra en los campos de la diaria rutina.

Celebro el desenlace de aquellas aventuras
vividas al amparo de existencias oscuras.

Celebro los minutos, los heroicos minutos,
donde juegan ocultos corajes diminutos.

Celebro a tanta gente que empieza la jornada
levantándose alegre en plena madrugada.

Celebro ese gobierno que ejercen las mujeres
que los formularios definen: sus quehaceres.

Gobierno que se inicia cuando encienden puntuales
en sus casas dormidas los fuegos matinales.

Celebro los aromas que inundan la cocina:
celebro la fragancia del café y de la harina.

Celebro cada gesto, celebro cada frase,
preparando los hijos cuando salen a clase:

Que ajustar la corbata, que observar los detalles,
recomendar cuidado para cruzar las calles.

Y celebro a los chicos con delantales blancos
cuando escuchan atentos sentados en sus bancos.

(…)

Extraído de Las Cosas, de Juan Luis Gallardo, Ed. Baesa, 1978.
Imagen: L'angelus, de Jean-Francois Millet.

martes, 6 de octubre de 2009

EL MAESTRO DE CARRASQUEDA


Discurrid con el corazón, hijos míos, que ve muy claro, aunque no ve muy lejos. Te llaman a atajar una riña en un pueblo, a evitarle un montón de sangre, y oyes en el camino las voces de angustia de un niño caído en un pozo: ¿le dejarás que se ahogue? ¿le dirás: “No puedo pararme, pobre niño; me espera todo un pueblo al que he de salvar”? ¡No! Obedece al corazón: párate, apéate del caballo y salva al niño. ¡El pueblo… que espere! Tal vez sea el niño un futuro salvador o guía, no ya de un pueblo, sino de muchos.

Esto solía decir Don Casiano, el maestro de Carrasqueda de Abajo, a unos cuantos mozalbetes que en la escuela, mientras se lo decía, le miraban con ojos que parecían oírselo. ¿Le entendían acaso? He aquí una cosa que, a fuer de buen maestro, jamás se cuidó don Casioano cuando ante ellos se vaciaba el corazón. “Tal vez no entiendan del todo la letra –pensaba-; pero lo que es la música…” Había, sin embargo, entre aquellos chicuelos uno para entenderlo: nuestro Quejana.

¡Toda un alma aquel pobre maestro de escuela de Carrasqueda de Abajo! Los que le hemos conocido en este último tercio del siglo XIX, anciano, achacoso, resignado y humilde, a duras penas lograremos figurarnos aquel joven fogoso, henchido de ambiciones y sueños, que llegó hacia 1820 al entonces pobre lugarejo en que acababa de morir, a ese Carrasqueda de Abajo, célebre hoy por haber nacido en él nuestro don Ramón Quejana, a quien muchos llaman el Rehacedor.

Cuando el año 20 llegó don Casiano a Carrasqueda, lo encontró muy chico, e incapaces de sacramentos a los carrasquedeños. ¡Buen pelo iba a echar raspándoles el de la dehesa! Lo primero, enseñarles a que se lavaran: suciedad por dondequiera; suciedad e ignorancia. Había que mondarles el cuerpo y la mente; quitar, más que poner, tanto en ésta como en aquél.

Con los mayores no se podía, pues a todo paraban el golpe con un ¡eso no pinta aquí! “Más sabe el loco en su casa que el cuerdo en la ajena”, era su refrán favorito. Que se cubrieran los estiercoleros de abono; que no los dejaran en montoncitos sobre las tierras; que… ¡bah!, ¡bah!, ¡bah! ¡Querer enseñarles labranza, a ellos, labradores desde siempre…! “¡Señor maestro, enseñe el Catecismo a los niños, y luego, si hay tiempo, a leer y escribir, y déjese de andróminas!”

Cada visita del concejo a la escuela costaba una sofoquina al pobre maestro. Quiso suprimir el discursito de rigor cuando se anunció la visita del inspector, pero el cura: -Amigo don Casiano –le dijo-, no se nos venga con pedagogías y cosas de ayer por la mañana, que los tíos son tíos, aunque no lo quieran, y es menester que el hijo del alcalde eche su discursito, como es costumbre en casos parecidos, y mejor si es verso… y que no lo entiendan, sobre todo…

Tuvo el maestro una idea. Llamó a Ramonete, hijo del tío Quejana, el alcalde, para que convenciese a su padre de que no hacía al caso el discurso. “El chico tendrá mejor sentido que el padre, pues no le ha sobrado tanto tiempo de echarlo a perder”, pensó. Y, en efecto, se prendó del mocito: ¡vaya un chicuelo! Y en adelante le brindó lecciones, y por él hablaba a los demás. Cuando ni aun Ramonete le entendía, exclamaba malhumorado: “¡Es como si hablara a la pared!”, pensando al punto: “las paredes oyen… y entienden acaso…”

Dios no le dio hijos de su mujer; pero tenía a Ramonete, y en él al pueblo, a Carrasqueda todo. “Yo te haré hombre –le decía-; tú déjate querer.” Y el chico no solo se dejaba, se hacía querer. Y fue el maestro traspasándole las ambiciones y altos anhelos, que, sin saber cómo, iban adormeciéndosele en el corazón.

Era en el campo, entre los sembrados, bajo el infinito tornavoz del cielo, donde, rodeado de los chicuelos, Ramonete allí juntito, a su vera, le brotaban las parábolas del corazón. Aún recuerda Quejana –se lo hemos oído más de una vez- cuando les decía que Jesucristo fue un artesano lugareño a quien mataron en la ciudad, o cuando frente a un barbecho exclamaba: “¿Creéis que esta tierra no hace más que descansar?” ¡Pues no! El aire manso y silencioso la está renovando, mientras que el ventarrón no hace sino meter ruido y derribar…”

Y cuando aquellos niños se hicieron hombres y padres, don Casiano les hacía leer los domingos, comentándoles lo que leían, y les mondó cuerpos y mentes, y les enseñó a cubrir el estiércol y a aprovecharlo, y, sobre todo, a conservar en el fondo del corazón una niñez perpetua.

Mas su preocupación era Ramonete; Ramonete, que se fue a la ciudad a estudiar carrera. Los veranos, en vacaciones, ¡qué paseos por campos sin fin, entre barbechos!

Todos conocemos la brillante carrera de don Ramón, aquellos sus primeros triunfos, su encumbramiento, su victoria final; todos sabemos sus desalientos también, sus dudas y sus desazones. Cuando, después de la famosa ruptura de la Liga, en 1850, se retiró don Ramón a su pueblo despechado y descorazonado, fue su primer maestro quien le curó, enseñándole a querer a la patria y hablándole de su ensueño de una España celeste. Cuando después de su victoria definitiva fue a su pueblo a recoger el último suspiro de su madre, ¡qué abrazo el que se dieron él y don Casiano, en el ejido del lugar, ante los lugareños conmovidos!


Don Casiano se ha hecho célebre por el célebre estribillo de don Ramón, estribillo que apenas falta en ninguno de los discursos; aquello de “Decía una vez mi maestro…” Al principio provocaba a risa el inciso; pero muy pronto empezó a provocar mayor atención y recogimiento en los oyentes.

Don Ramón intentó cierta vez condecorarle, y cuentan que le contestó: “Mi condecoración eres tú, Ramonete,” Y no insistió éste.

- Si usted hubiera salido don Casiano…

- ¿Salir? ¿A dónde?

- Hoy tendría posición, nombre, gloria…

- ¡Posición!, ¡nombre!, ¡gloria! ¿Y Carrasqueda de Abajo? ¿Y tú, Ramonete? No, yo no soy de los que se guardan las perillas para amasarse un caudalejo, agarrarse a la usura y legar a los hijos una rentita; lo que he ganado un día lo he dado al siguiente, en calderilla, como lo gané. La gloria es una usura. He derramado mi espíritu en Carrasqueda, en calderilla también, y esto vale más que recogerse un nombre de oro en el mundo, un nombre que me dé renta de elogios. Carrasqueda es mi mundo, y el mundo entero, esta pobre tierra donde querías que dejase un nombre, nada más que un Carrasqueda algo mayor. Levanta de noche tu vista a las estrellas, Ramonete; recuerda lo que te he señalado, y te convencerás. ¿Qué prefieres, que tu nombre trasponga el Pirineo y ande en bocas de extraños, o que tu alma se derrame en silencio por España, entre los que piensan con la lengua en que piensas tú?

- Una y otra cosa don Casiano…

-¿Es posible? No tomes a la patria de pedestal de tu fama ni de campo de tus hazañas, ni hagas como esos que la maldicen o desprecian porque no siendo oída en la junta de las naciones, no se les escucha a ellos. NO digas: “¿Qué culpa tengo de haber nacido español?”, no vaya a creerse, al oírtelo, que pareces grande tan sólo porque es ella chica. Ponte a sus pies, de escabel de su gloria y de su dicha, escondido entre los sillares de su cimiento.

-Pero en un lugarejo…

-Sí, sé lo que vas a decirme: se embrutece, se envilece y se empobrece. Pero ¿no era mi deber trabajar porque se humanizaran, ennoblecieran y enriquecieran tus hermanos los carrasqueños?

-¿Por qué no escribe usted, don Casiano?

-¡Escribir yo? ¡Obra tú, Ramonete! Me he enterrado en vosotros, en mis discípulos.

Todos recordarán aquel viaje precipitado de don Ramón a su pueblo, cuando, dejando colgados graves asuntos políticos, fue a ver morir a su maestro, ochentón ya.

Hizo éste que le llevaran a morir a la escuela, junto al encerado, frente a aquella ventana que da a la alameda del río, apacentando sus ojos en la visión de las montañas de la lontananza, que retenían las semillas de los ensueños todos que, contemplándolas, le habían florecido al maestro en el huerto del espíritu. En el encerado había hecho escribir estas palabras del cuarto evangelio: “Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, el sólo queda; mas si muriere, lleva mucho fruto”. Al acercársele la piadosa Muerte, le levantó la flor a flor de alma las raíces de los pensamientos como en el mar levanta, al acercársele la Luna, las raíces de las aguas. Y su espíritu, cuando sólo le ataba el cuerpo un hilo, sobre el que blandía la Muerte, piadosa, su segur, henchido de inspiración postrera, habló así:

-Mira Ramonete: se me ha dicho mil veces que mi voz ha sido de las que han clamado en el desierto… ¡Sermón perdido! Yo mismo os repetía en la escuela, cuando tu no me entendías: “es como si hablase a la pared”. Pero, hijo mío, las paredes oyen; oyen todo, y todo empieza, ahora que me muero, a hablarme a los oídos. Mira, Ramonete, nada muere, todo baja del río del tiempo al mar de la eternidad y allí queda…; el universo es un basto fonógrafo y una vasta placa en que queda todo sonido que murió, toda figura que pasó; sólo hace falta la conmoción que los vuelva un día… las voces perdidas y muertas resucitarán un día y formarán coro, un coro inmenso que llene el infinito … Me voy de esta España, de la terrestre, de la que fluye, a la otra España, a la España celestial… Ya sabes que el cielo envuelve a la tierra… ¡Habla y enseña aunque no te oigan!... Soy una voz que se apaga en el desierto… ¡Adiós hijo mío!

Y calló para siempre. Y Quejana besó aquella boca, sellada para siempre por el supremo silencio, y al besarla cayeron de los ojos vivos del discípulo dos lágrimas a los muertos ojos del maestro, fijos en la eternidad.

Miguel de Unamuno, El Maestro de Carrasqueda y otros relatos, Anaya, 1972
Imagen: Van Gogh, Thatched Cottages by a Hill, Auvers-sur-Oise: July, 1890

domingo, 4 de octubre de 2009

EL UMBRAL

Llamado al fin por el amor eterno
Dejaré para siempre el de las cosas,
Y llegaré por sendas silenciosas
Hasta la dicha del umbral paterno.

Pero ante el mármol que en la puerta pura
Brillará con la luz de una sonrisa
Me faltará la decisión precisa
Para pisar su cándida hermosura.

Tan misteriosamente sobrehumanos
Serán los rayos de su refulgencia
Que temeré grabar en su inocencia
La huella impura de mis pies humanos.

Frente al umbral de la mansión segura
Me quedaré callado y pensativo,
Sin valor para el paso decisivo
Ni para desandar la noche obscura

Pero por los resquicios de la puerta
Saldrán destellos de celeste gozo
Que con la viva luz de su alborozo
Conmoverán mi voluntad incierta.

Y desde el fondo del asilo santo
Llegarán poco a poco a mis oídos
Voces que con sus plácidos sonidos
Me llamarán a compartir su canto.

La compasión con que su sentimiento
Hará mas leves mis tinieblas duras
Hablará de lejanas criaturas
Que aliviaron mis noches con su acento.

Y el dulce amor con que sus notas pías
Me llamarán desde la eterna gloria
Despertará cantando en mi memoria
El que una vez iluminó mis días.

Pero su afán ya no estará sujeto
Como antaño a las leyes de este mundo,
Y será más verídico y profundo
Y mucho más recóndito y secreto.

Su ternura sin manos y sin horas
Buscará mis potencias y sentido,
Y su piedad sin pecho y sin latidos
Me prestará sus fuerzas redentoras.

Sentiré que su ardor extraordinario
Inflamará mi corazón adusto
Con el valor estrictamente justo
Para el acto supremo y necesario.

Y con el ser gloriosamente vivo
Pondré mi pie sobre el umbral eterno,
Para gozar en el umbral paterno
La dicha del amor definitivo.

F. L. Bernárdez, El Arca, Ed. Losada, 1953.

LA ORACION DE LA IGLESIA

¡Tus oraciones son más osadas
que todas las montañas de los pensadores!
Las tiendes como puentes hacia lo que no tiene orillas;
las haces remontarse como águilas a regiones de vértigo.
Las envías como bajeles a mares desconocidos,
como grandes navíos a soledades nebulosas.
El mundo se estremece ante tus manos juntas,
y tiembla ante el fervor de tus rodillas.
Mueve el miedo sus labios a la burla,
y se encierra con llave en los aposentos de su duda,
Pues tú lo entregas a la eternidad mientras aún vive,
y haces que, antes de pasar, se marchiten sus años:
¡He aquí que los caminos que salen de tu boca
son caminos al mas allá,
y a donde llega tu alma, allí está el fin de toda criatura!
¡Pero tú vuelves del desierto engalanada;
tornas esclarecida de entre las alas de la noche!
Resurges viva del abismo,
y del silencio eterno tornas escuchada.
Vuelves del aniquilamiento con vigor renovado,
y de lo invisible con tu misma hermosura.

Gerturd Von Le Fort, Himnos a la Iglesia, Ed. Encuentro, 1995,

EL TIEMPO SANTIFICADO




Cada hora del día tiene su tono propio, pero tres de ellas nos contemplan con rostro particularmente claro: la mañana, el anochecer y, entreambas, el mediodía.

La mañana
Antes que todas las demás horas, resplandece el rostro de la mañana, fuerte y radiantemente. La mañana es comienzo. El misterio del nacimiento se renueva cada mañana. salimos del sueño, en el cual nuestra vida se ha rejuvenecido y sentimos: ¡yo vivo! Yo soy.
Esta existencia nuevamente vivida se torna oración, se dirige hacia Aquel de quien ella procede. "Dios, Tú me has creado; te doy gracias porque puedo ser, porque puedo vivir. Te doy gracias por todo lo que tengo y soy." La vida nuevamente sentida experimenta su fuerza y urge a la acción. Entonces se vuelve al día que llega y a sus tareas. (...)"Señor, en tu Nombre y en tu gracia inicio el día. Que él sea una obra dedicada a Tí."
Esta es la hora santa de la mañana. (...) El día depende mucho, para su transcurso, de la primera hora. Esta es su comienzo. Uno puede, también, iniciar el día sin un comienzo adecuado, puede deslizarse en él impensadamente. Entonces no es de ningún modo un día verdadero, sino un trozo de tiempo sin forma ni rostro. Pues un día es un camino, el cual requiere dirección; un día es un trabajo, el cual reclama voluntad clara.

El anochecer
El anochecer también tiene su misterio. El día llega a su fin, el hombre se dispone a entrar en el silencio del sueño. La mañana estaba llena del sentimiento de fuerza de la vida renovada; en el anochecer la vida está cansada y busca reposo. Y a través suyo tintinea el misterio del fin último, el misterio de la muerte.
Durante el curso del día normalmente no lo percibimos, pues nuestro interior está lleno de las imágenes de la vida presente y exigido por deseos y planes para el tiempo que se acerca. (...) Al anochecer sentimos más fácilmente -algunas veces en forma apremiante- cómo la vida se inclina hacia la gran oscuridad, "allí donde nadie puede hacer más nada".
(...) Toda la existencia depende de esto: (comprender) el misterio de la muerte. Morir significa no sólo que una vida llega a su fin; morir es la última proclamación de esta vida, su acto extremo que decide todo. (...) la muerte es la última palabra que pronuncia un hombre sobre toda su vida pasada, el rostro definitivo que él le otorga. Aquí llega la última decisión. Si frente a Dios, y por última vez, toma su vida entre las manos y determina su sentido para la eternidad, el arrepentimiento comprende lo que era erróneo y arde por ello, la humildad y la gratitud dan al Señor honra por lo bueno que ha ocurrido, y todo se entrega incondicionalmente a Dios. O por el contrario, el hombre permanece indiferente o desganado y deja deslizar su vida hacia un final sin dignidad ni energía. Entonces no tiene ningún "final", simplemente termina.
Este es el ars moriendi, supremo "arte de morir". (...)Cada noche debe ser un ejercicio en este arte superior. Arte superior que consiste en dar a la vida un fin efectivo que ante todo otorgue un valor definitivo y un rostro eterno a todo lo pasado.
(...)

El mediodía
(...)Pero entre el empezar y el llegar a la tranquilidad, en la cumbre del día, se respira un breve y extraño momento: el mediodía. En este momento la vida no mira al futuro, porque no le urge; el decaimiento todavía no ha comenzado. En ese momento ella no mira hacia atrás -hacia el pasado. Se detiene, pero no por cansada; está llena todavía de toda la fuerza de la marcha. Se detiene en el puro presente. Su mirada se dirige a lo amplio y a lo profundo.
¡Cuán rico es el momento meridiano! En la ciudad, donde todo se alborota y corre de prisa, no lo experimentas. Pero sal a los trigales o la tranquila pradera, por ejemplo en el verano, cuando el sol está en el cenit y la vastedad arde (...) El mediodía es puro presente, la plenitud del día. A todas horas habla la eternidad, pero ella es vecina del mediodía. Aquí el tiempo espera y se abre. Toda nuestra vida debería ser vecina de la eternidad. Siempre debería estar en nosotros la tranquilidad que está abierta (...) y escucha.

Guardini, R., “Los Signos Sagrados”, Ed. Librería Emmanuel, 1985.
Pinturas: Fernando Fader, serie "La vida de un día", 1917

sábado, 3 de octubre de 2009