Cada hora del día tiene su tono propio, pero tres de ellas nos contemplan con rostro particularmente claro: la mañana, el anochecer y, entreambas, el mediodía.
La mañana
Antes que todas las demás horas, resplandece el rostro de la mañana, fuerte y radiantemente. La mañana es comienzo. El misterio del nacimiento se renueva cada mañana. salimos del sueño, en el cual nuestra vida se ha rejuvenecido y sentimos: ¡yo vivo! Yo soy.
Esta existencia nuevamente vivida se torna oración, se dirige hacia Aquel de quien ella procede. "Dios, Tú me has creado; te doy gracias porque puedo ser, porque puedo vivir. Te doy gracias por todo lo que tengo y soy." La vida nuevamente sentida experimenta su fuerza y urge a la acción. Entonces se vuelve al día que llega y a sus tareas. (...)"Señor, en tu Nombre y en tu gracia inicio el día. Que él sea una obra dedicada a Tí."
Esta es la hora santa de la mañana. (...) El día depende mucho, para su transcurso, de la primera hora. Esta es su comienzo. Uno puede, también, iniciar el día sin un comienzo adecuado, puede deslizarse en él impensadamente. Entonces no es de ningún modo un día verdadero, sino un trozo de tiempo sin forma ni rostro. Pues un día es un camino, el cual requiere dirección; un día es un trabajo, el cual reclama voluntad clara.
El anochecer
El anochecer también tiene su misterio. El día llega a su fin, el hombre se dispone a entrar en el silencio del sueño. La mañana estaba llena del sentimiento de fuerza de la vida renovada; en el anochecer la vida está cansada y busca reposo. Y a través suyo tintinea el misterio del fin último, el misterio de la muerte.
Durante el curso del día normalmente no lo percibimos, pues nuestro interior está lleno de las imágenes de la vida presente y exigido por deseos y planes para el tiempo que se acerca. (...) Al anochecer sentimos más fácilmente -algunas veces en forma apremiante- cómo la vida se inclina hacia la gran oscuridad, "allí donde nadie puede hacer más nada".
(...) Toda la existencia depende de esto: (comprender) el misterio de la muerte. Morir significa no sólo que una vida llega a su fin; morir es la última proclamación de esta vida, su acto extremo que decide todo. (...) la muerte es la última palabra que pronuncia un hombre sobre toda su vida pasada, el rostro definitivo que él le otorga. Aquí llega la última decisión. Si frente a Dios, y por última vez, toma su vida entre las manos y determina su sentido para la eternidad, el arrepentimiento comprende lo que era erróneo y arde por ello, la humildad y la gratitud dan al Señor honra por lo bueno que ha ocurrido, y todo se entrega incondicionalmente a Dios. O por el contrario, el hombre permanece indiferente o desganado y deja deslizar su vida hacia un final sin dignidad ni energía. Entonces no tiene ningún "final", simplemente termina.
Este es el ars moriendi, supremo "arte de morir". (...)Cada noche debe ser un ejercicio en este arte superior. Arte superior que consiste en dar a la vida un fin efectivo que ante todo otorgue un valor definitivo y un rostro eterno a todo lo pasado.
(...)
El mediodía
(...)Pero entre el empezar y el llegar a la tranquilidad, en la cumbre del día, se respira un breve y extraño momento: el mediodía. En este momento la vida no mira al futuro, porque no le urge; el decaimiento todavía no ha comenzado. En ese momento ella no mira hacia atrás -hacia el pasado. Se detiene, pero no por cansada; está llena todavía de toda la fuerza de la marcha. Se detiene en el puro presente. Su mirada se dirige a lo amplio y a lo profundo.
¡Cuán rico es el momento meridiano! En la ciudad, donde todo se alborota y corre de prisa, no lo experimentas. Pero sal a los trigales o la tranquila pradera, por ejemplo en el verano, cuando el sol está en el cenit y la vastedad arde (...) El mediodía es puro presente, la plenitud del día. A todas horas habla la eternidad, pero ella es vecina del mediodía. Aquí el tiempo espera y se abre. Toda nuestra vida debería ser vecina de la eternidad. Siempre debería estar en nosotros la tranquilidad que está abierta (...) y escucha.
Guardini, R., “Los Signos Sagrados”, Ed. Librería Emmanuel, 1985.
La mañana
Antes que todas las demás horas, resplandece el rostro de la mañana, fuerte y radiantemente. La mañana es comienzo. El misterio del nacimiento se renueva cada mañana. salimos del sueño, en el cual nuestra vida se ha rejuvenecido y sentimos: ¡yo vivo! Yo soy.
Esta existencia nuevamente vivida se torna oración, se dirige hacia Aquel de quien ella procede. "Dios, Tú me has creado; te doy gracias porque puedo ser, porque puedo vivir. Te doy gracias por todo lo que tengo y soy." La vida nuevamente sentida experimenta su fuerza y urge a la acción. Entonces se vuelve al día que llega y a sus tareas. (...)"Señor, en tu Nombre y en tu gracia inicio el día. Que él sea una obra dedicada a Tí."
Esta es la hora santa de la mañana. (...) El día depende mucho, para su transcurso, de la primera hora. Esta es su comienzo. Uno puede, también, iniciar el día sin un comienzo adecuado, puede deslizarse en él impensadamente. Entonces no es de ningún modo un día verdadero, sino un trozo de tiempo sin forma ni rostro. Pues un día es un camino, el cual requiere dirección; un día es un trabajo, el cual reclama voluntad clara.
El anochecer
El anochecer también tiene su misterio. El día llega a su fin, el hombre se dispone a entrar en el silencio del sueño. La mañana estaba llena del sentimiento de fuerza de la vida renovada; en el anochecer la vida está cansada y busca reposo. Y a través suyo tintinea el misterio del fin último, el misterio de la muerte.
Durante el curso del día normalmente no lo percibimos, pues nuestro interior está lleno de las imágenes de la vida presente y exigido por deseos y planes para el tiempo que se acerca. (...) Al anochecer sentimos más fácilmente -algunas veces en forma apremiante- cómo la vida se inclina hacia la gran oscuridad, "allí donde nadie puede hacer más nada".
(...) Toda la existencia depende de esto: (comprender) el misterio de la muerte. Morir significa no sólo que una vida llega a su fin; morir es la última proclamación de esta vida, su acto extremo que decide todo. (...) la muerte es la última palabra que pronuncia un hombre sobre toda su vida pasada, el rostro definitivo que él le otorga. Aquí llega la última decisión. Si frente a Dios, y por última vez, toma su vida entre las manos y determina su sentido para la eternidad, el arrepentimiento comprende lo que era erróneo y arde por ello, la humildad y la gratitud dan al Señor honra por lo bueno que ha ocurrido, y todo se entrega incondicionalmente a Dios. O por el contrario, el hombre permanece indiferente o desganado y deja deslizar su vida hacia un final sin dignidad ni energía. Entonces no tiene ningún "final", simplemente termina.
Este es el ars moriendi, supremo "arte de morir". (...)Cada noche debe ser un ejercicio en este arte superior. Arte superior que consiste en dar a la vida un fin efectivo que ante todo otorgue un valor definitivo y un rostro eterno a todo lo pasado.
(...)
El mediodía
(...)Pero entre el empezar y el llegar a la tranquilidad, en la cumbre del día, se respira un breve y extraño momento: el mediodía. En este momento la vida no mira al futuro, porque no le urge; el decaimiento todavía no ha comenzado. En ese momento ella no mira hacia atrás -hacia el pasado. Se detiene, pero no por cansada; está llena todavía de toda la fuerza de la marcha. Se detiene en el puro presente. Su mirada se dirige a lo amplio y a lo profundo.
¡Cuán rico es el momento meridiano! En la ciudad, donde todo se alborota y corre de prisa, no lo experimentas. Pero sal a los trigales o la tranquila pradera, por ejemplo en el verano, cuando el sol está en el cenit y la vastedad arde (...) El mediodía es puro presente, la plenitud del día. A todas horas habla la eternidad, pero ella es vecina del mediodía. Aquí el tiempo espera y se abre. Toda nuestra vida debería ser vecina de la eternidad. Siempre debería estar en nosotros la tranquilidad que está abierta (...) y escucha.
Guardini, R., “Los Signos Sagrados”, Ed. Librería Emmanuel, 1985.
Pinturas: Fernando Fader, serie "La vida de un día", 1917
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